Las huellas invisibles del confinamiento

            En una situación peculiar y sin precedentes para nuestra generación, súbitamente una parte enorme de la humanidad se vio pasando casi todo su tiempo, tanto libre como laboral, encerrado en sus casas. Esto inevitablemente llevó a que esas cabezas, desesperadas por estímulos, empezaran a indagar en el antiguo deporte de reflexionar. Para ser los simios más ingeniosos del planeta, tenemos una notable capacidad de infrautilizar nuestras capacidades.

 

Durante un breve espacio de tiempo pareció cual si unánimemente las personas hubiesen encontrado una piedra angular respecto a como vivir mejor. La comprensión de que ciertos aspectos resultaban inalienables para pretender alcanzar una existencia que no ronde entre lo malo y lo peor – como tan a menudo suele suceder -, iluminó las vidas y bocas de miles de personas con ganas de gritar y compartir sus gritos. Apareció un canto en común que hablaba de espiritualidad, cuidado personal y la vital importancia de interrelacionarse.

 

            Confieso que me es fácil sentirme incrédulo ante cualquier esperanza masiva de cambio de conciencia o evolución social cuya intensidad y legitimidad prometa un progreso inmediato, aún cuando sean ideas o principios con los que adhiera completamente, sin embargo, la forma en la que se desarrollan muchas veces vaticina una muerte temprana y una rápida evolución hacia el olvido o la tergiversación. Probablemente esto ha solo empeorado con generaciones cuya vida pasión y muerte pasa por una cosmovisión cada vez más vertiginosa e inmediatista, incapacitados de dimensionar que cualquier escenario actual es producto de toda una afluencia cultural pasada y cuyo momentum define parte de la trayectoria que probablemente será tendencia en el futuro. En otras palabras, no somos un milagro que llegó a cambiar el mundo con nuestra luz y sabiduría. Si bien es verdad que estamos en la cresta de la ola respecto a progresos sociales y tecnología, también lo estuvo casi toda persona en cada sucesivo día de su vida desde que se empezó a contar el tiempo.

 

            Desde aquí comienza a generarse un espiral donde una buena idea puede terminar banalizándose hasta que se olvide sin mayores consecuencias. Esto puede pasar con casi cualquier cosa, pero seguiré enmarcando esto en el confinamiento.

           

            Redes sociales y noticias estallaban con titulares de una nueva realidad, una nueva conciencia y una renovada curiosidad por cómo vivimos. La perspectiva que dio el encierro nos permitió valorar aquellas cosas como importantes y, siendo algo reduccionista, a muchos les planteó la importancia de cultivar aspectos de la vida ajenos a lo laboral o a su yo fundamental. Las personas de múltiples capacidades son hoy vestigios renacentistas ante el humano moderno, completamente especializado hasta saber todo sobre nada. La gente comenzó a cocinar más, se preocuparon de ordenar sus hogares y desde nuestra ventana veíamos a un sujeto que pintó su terraza (no fue el único, vimos muchas reformas hogareñas desde el balcón). Miles de guitarras salieron de sus fundas y fueron afinadas por primera vez en meses mientras bibliotecas hogareñas veían por fin manos curiosas recuperando libros que por años no se movieron. Durante este tiempo, pareció florecer una valiosa llama que la involución había lentamente ahogado.

 

El humano volvía a transformarse en un ser de múltiples capacidades. La interrupción de su participación viciosa en una sociedad alienante echó luz, por un momento, al hecho de que somos criaturas asombrosamente capaces de aprender nuevas habilidades y que el estar en la cresta de la ola de la tecnología nos permitía acceder a una abismante cantidad de información respecto al tópico que quisiéramos.

 

            Hasta aquí parece una consecuencia positiva para una situación trágica, una forma sana de encontrar un optimismo práctico y necesario para poder cultivar aristas que quizás por años estuvieron reprimidas o relevadas a un segundo plano. Normalmente no se tiene el tiempo para pintar una terraza o aprender una canción en guitarra cuando se tiene trabajo remunerado que hacer. El tiempo libre se vuelve necesariamente tiempo de descanso para poder seguir rindiendo con productividad, por lo tanto, no suele alcanzar la energía para que esa persona voluntariosa y alegremente decida hacer algo como practicar pastelería, ya que entre viajar, trabajar y volver, muy pocas fuerzas y ánimos quedan para nada que no sea solo volver a prepararse para otra jornada virtualmente idéntica. Este supuesto quiebre en el modelo no solamente implicó que ya no había tiempos de traslado desde y hacia el área de trabajo, sino que traía además pancartas de espiritualidad y profundos sentimientos de autovaloración.


Acá comienza la caída de una buena idea en el inevitable destino de toda cosa que llega tan repentinamente a una sociedad con bases mucho más anquilosadas de lo que quisiera aceptar. Un entusiasmo viral trae la buena nueva y se consume como pan caliente: Básicamente, podemos experimentar algo distinto en nuestro cotidiano. Rápidamente esto se convirtió en un mandato implícito, de forma que si no estabas en este nuevo viaje casi forzado de introspección y crecimiento, estabas quedándote atrás. Las viejas ansiedades de las personas siempre encuentran como calar de vuelta al cerebro, por lo que este espacio tomó el tinte de responsabilidad para con uno mismo: Si no aprendiste a cocinar algo nuevo, estás desaprovechando el tiempo una vez más. Siempre la popular ansiedad del tiempo desperdiciado. Lo que era un espacio de reflexión y autoconocimiento se convirtió en uno de obligatoria acción y de un segundo a otro, la vida continuó su curso y la nueva realidad nunca llegó. La espiritualidad se bebió como un jugo de placebo para pasar el tiempo y las guitarras volvieron a sus fundas. Las empresas estrujaron lo que pudieron y mercadolibre subió por las nubes.

 

Cuando la sociedad y la medicina lograron sobreponerse al shock inicial producido por la enfermedad, todo este espacio ganado por el autocuidado rápidamente dejó de estar en boga y pasó a un tercer plano, porque ahora que el mundo vuelve a funcionar, nos demanda subirnos a la rueda nuevamente. Y no solo basta con eso, ahora el contraste social exige, agazapadamente, que tienes que volver con más fuerza que antes. Aprovechar que volvió el transporte público y las fiestas en toda su gloria, o nuevamente estás perdiendo el tiempo.

 

Pareciera que regularmente nos perdemos la oportunidad de hacer una mejor sociedad, o quizás la sumatoria de esta constante inquietud a lo largo del tiempo efectivamente culmine en que terminemos generando un mundo mejor, aunque probablemente no alcance una vida para ver más que solo una parte de ese movimiento en la curva de su historia. Más que seguir esperando una gran revolución, el  verdadero esmero es mantener en el cotidiano las repercusiones individuales que eventualmente podrían generar la masa crítica de un cambio. No se pueden apurar los procesos contra su inercia por todas las inevitables fuerzas que pujarán newtonianamente en contra. Fuerzas humanas, fuerzas culturales y fuerzas económicas que tenemos la responsabilidad, como simios tristes e inteligentes, de considerar.

 

Toda la estructura de nuestro comportamiento en sociedad a lo largo del tiempo ha ido trazando un camino del cual no vamos a derrapar fácilmente. No va a bastar un confinamiento de meses donde podamos engolosinarnos con filosofía y cocina para que no volvamos a comportarnos exactamente igual a como lo veníamos haciendo apenas tengamos la oportunidad. La esperanza del quiebre de este status quo (e incluso se dijo, del capitalismo) permitió a muchos soñar con poder volcar algo de su energía en actividades que le sean llamativas, sin que eso signifique tener que sacrificar su tiempo de descanso mínimo que necesita como humano. Lamentablemente, al volver las viejas costumbres vuelven los viejos criterios y mucho de esto rápidamente pasó a ser nuevamente irrelevante.

 

Esto último resulta en una doble pérdida: Además de la evidente ventaja de aprender o desarrollar más habilidades, también un efecto pasivo de esto es la empatía que es capaz de generar el mero hecho de familiarizarte con otras disciplinas. Una persona que aprovechó el entusiasmo del confinamiento para pintar su terraza podrá inmediatamente entender un poco más a otros y otras que hayan realizado esas labores o que directamente trabajen en ese nicho. Si cada humano interrumpiera lo que hiciera durante cinco años y se dedicara a hacer algo que jamás antes practicó, probablemente pasado ese tiempo sería capaz de comprender al menos un poco mejor la vida de muchas personas con las que antes jamás hubiera tenido un piso en común.

 

Estas posibilidades no desaparecieron con el levantamiento de las restricciones y está solo en nuestras manos la tarea de hacer que estos sucesos no resulten tan solo una anécdota o un cumplimiento de una moda, sino un pequeño cambio de paradigma que pueda, algún día, efectivamente ser un verdadero y perenne beneficio para la raza humana. Tristemente siempre habrán quienes por diversos motivos no puedan darse el lujo de siquiera encontrar ese espacio de tiempo para mirarse hacia adentro, pero el solo hecho de mantener la perspectiva y el cuestionamiento activos ya suma invaluablemente al gran esquema de las cosas.

 

“Nuestra responsabilidad puede ser menos espectacularmente obvia que la de ellos, pero no menos real”

Aldous Huxley – Time Must Have a Stop






Autor: Javier Goya Léon

Realizador audiovisual y músico, empedernido lector y entusiasta de las preguntas sin respuesta. Nacido en Chile, actualmente reside en Buenos Aires donde trabaja con su productora Nomen Nescio.

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